Estaremos encantados cuando la Covid-19 esté dominada, pero permitidme que sea escéptica en pensar que todos los aprendizajes que esta enfermedad nos ha producido se queden con nosotros o se mantengan en el tiempo más allá de unos meses. Algo tremendamente evidente es que esta pandemia nos ha aportado “mucho malo” pero también muchos aprendizajes sobre lo afortunados que éramos antes de que la Covid llegara a nuestras vidas.
Una vez estemos vacunados y tengamos la tan ansiada “inmunidad de rebaño”, querremos volver a la vida de antes con urgencia, a viajar, a abrazar a los nuestros, a relacionarnos como siempre lo hemos hecho, a acudir a conciertos… Algo lógico y normal, pero espero que todos hagamos un análisis de conciencia y valoremos más que nunca todo lo que nos ha sido privado durante un largo periodo de tiempo. No podemos permitirnos quedarnos sólo con la parte negativa de la pandemia, no podemos olvidar en unos meses las lecciones tan brutales que esta enfermedad nos ha dado. Han sido meses demasiado duros como para no exprimir al máximo sus aprendizajes hasta convertirlos en nuevas formas de pensar, en nuevos hábitos de nuestra vida. Hábitos de ser más conscientes de la gran vida que teníamos y tendremos, hábitos de gratitud ante los demás, ante la vida y ante la solidaridad que se ha vivido desde el principio de la pandemia.
La parte positiva vendrá marcada al aprender a valorar las actividades al aire libre, el interés genuino por las personas y las relaciones personales. Al valorar más el futuro, el tiempo en familia y, la posibilidad de viajar. En definitiva, a darnos cuenta que teníamos a nuestro alcance todo lo que necesitamos para ser felices y no siempre lo apreciábamos. A ser consientes que lo único realmente importante es “el ahora”, este momento, el único real que puede ser vivido. Aprender a perdonar más, a decirnos más te quiero, a olvidar más el pasado y a dejar de fantasear con un futuro, que si algo hemos aprendido, no sólo es incierto, sino que puede no existir.
Somos afortunados de tener los medios que tenemos, de haber estado confinados sin desabastecimiento de alimentos, agua, electricidad o gas. Conectados en todo momento por sofisticados smartphones, de estar en un país con un sistema sanitario que ha respondido gracias al compromiso de los sanitarios, pero también al número de hospitales. Y aunque por momentos las camas UCI estuvieran colapsadas y la gestión fuera, digamos, tremendamente mejorable, hemos sido capaces de desarrollar vacunas en las que los años de test se convirtieron en meses. Aún así, si nos enfrentamos brutalmente a los hechos, la realidad es que la Covid-19 ha arrasado con la vida de millones de personas en el planeta y más de 100.000 en España, bien de forma directa o indirecta.
Según un estudio realzado por la Academia de Ciencias Médicas del Reino Unido y publicado en The Lancet, en el pasado síndrome respiratorio agudo severo del 2003 se produjo un incremento del 30% de suicidios de personas de más de 65 años, un 50% de los pacientes recuperados permanecieron ansiosos y el 29% de los trabajadores de la salud experimentaron angustia emocional probable. Ni qué decir tiene que aquella crisis, que a algunos les cuesta poner en la memoria, no tiene nada que ver con la actual. En esta, aparte de las consecuencias derivadas de la propia enfermedad, existe una gran preocupación por el efecto derivado del aislamiento social y cómo éste impacta sobre el bienestar y el aumento de los casos de ansiedad, depresión, estrés… y todo esto sin tener en cuenta el impacto de la crisis económica.
Por ello, la Covid-19 está dejando un dramático impacto en el bienestar emocional de las personas más vulnerables porque por primera vez somos conscientes que una enfermedad dispara, al mismo tiempo, los temores por nuestra salud, nuestro trabajo y nuestra familia.
Los primeros miedos están relacionados con la fragilidad de la salud ante el contagio, la enfermedad y/o la muerte. Sobre todo, hemos sentido miedo a poder contagiar a familiares mayores o amigos íntimos más que a uno mismo. Este efecto ha instalado sobre todo en algunas personas mayores el miedo a morir (tanatofobia)
Un segundo grupo de miedos derivan del aislamiento social, donde hemos interrumpido de forma voluntaria o forzosa el contacto social directo con muchas personas no convivientes, familiares directos a los que estábamos acostumbrados a besar o abrazar. Así, hemos llegado a la soledad no buscada que ha afectado, aunque de diferente manera, a todos los rangos de edad, pero sin duda nuestros mayores han sido los que más lo han sufrido. En algunos casos el único compañero que han tenido en esa soledad ha sido un televisor o un teléfono móvil que, con la falta de rigor de la información aportada por muchos medios de comunicación, ha generado alteraciones psicológicas relacionadas con la percepción de amenaza de la propia salud personal y colectiva. Tengamos en cuenta que la primera noticia con la que abren las noticias desde hace más de un año es el número de muertos del día anterior. Existe una anestesia a escuchar 300 o 900 muertos porque no les ponemos imágenes, pero no existe amnesia a la misma. Lo mismo sucede con personas que viven con enfermos crónicos o con niños menores, donde se une la ansiedad provocada por quedarnos en una situación de carencia de productos básicos, que afortunadamente no hemos vivido. Todas estas situaciones influyen sobe la ansiedad, la preocupación y los trastornos de sueño.
Por último, un tercer grupo deriva de la incertidumbre económica y que tendrá su máximo exponente en la fragilidad de nuestro mercado laboral, en la pérdida de ingresos debido a ERTEs, EREs, en las decisiones para los autónomos, pequeños empresarios…
En función de cómo vivamos estos miedos, a medio plazo podrían provocar estrés postraumático, preocupación patológica, apatía o problemas de sueño.
Que al menos después de todo lo pasado, y de lo que nos queda por pasar, esta pandemia nos deje el aprendizaje de vivir cada día como si fuera el último.